Existe un conjunto de bienes y servicios que los economistas clasificamos como de consumo no excluyente (no existen medios para impedir que se disfrute de él) y, por tanto, dado que no existen incentivos para que el mercado los ofrezca, es el estado quien lo hace.
Nos referimos a la educación y la sanidad públicas, la atención a dependientes, las infraestructuras, la seguridad colectiva, el cuidado del medio ambiente, la conservación del patrimonio común, etc.
Para ello, y dado que serán quienes los disfrutarán, el estado necesita que ciudadanos y empresas contribuyan a su sostenimiento a través del pago de impuestos.
Cuanto mayor es el nivel de servicios públicos que ofrece, mayor es la presión fiscal que el gobierno ejerce sobre sus contribuyentes, si bien en la mayoría de los países se aplica el principio de progresividad: los tributos han de crecer más que proporcionalmente en relación con la capacidad económica del sujeto fiscal. Este principio encaja perfectamente con otro de los objetivos a los que también contribuye la política fiscal: la redistribución de la renta y la igualdad de oportunidades.
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Sin embargo, una cosa es que surja la obligación de contribuir y otra es que se cumpla. Hay ciudadanos y empresas que intentar escapar a esa obligación y, por tanto, la ley prevé mecanismos de inspección y de sanción para evitar el fraude y la evasión fiscal.
Frecuentemente, con casos recientes como el del ministro Pedro Duque y algo más alejados en el tiempo como el del exministro Rafael Catalá, también conocemos que se busca evitar o reducir el pago de impuestos a través de opciones que sin ir directamente contra la ley, tienen una difícil justificación. Por ejemplo, se aprovecha que el tipo del impuesto de sociedades es menor que el del impuesto de la renta de las personas físicas para rentas elevadas para crear empresas ficticias que canalizan dichas rentas o se buscan domicilios fiscales que ofrecen determinadas ventajas aun cuando la residencia efectiva es más que dudosa.
Sin duda, conseguir que estas prácticas se erradiquen también debería ser uno de los objetivos a perseguir por los gobernantes como elemento de mejora de la política fiscal.
Otro objetivo de la política fiscal consiste en mejorar el funcionamiento de la economía a través de promover determinados comportamientos en los agentes económicos (por ejemplo, los impuestos sobre la gasolina buscan reducir los niveles de contaminación) pero también en suavizar los efectos de las crisis. De hecho, ahora que nos acercamos a los 20 años del nacimiento del euro y con una política monetaria inexistente a nivel nacional y limitada a nivel europeo por los bajos valores del tipo de interés, este segundo aspecto se ha convertido en mucho más relevante de lo que había sido hasta entonces.
Desde esta perspectiva, se acostumbra a distinguir entre dos componentes de la política fiscal: los estabilizadores automáticos y las medidas discrecionales.
Los estabilizadores automáticos actúan de manera inmediata ante un cambio en la coyuntura: por un lado, en un período de recesión los ingresos impositivos se reducen debido a la caída de la actividad económica y el consiguiente cierre de empresas y pérdida de puestos de trabajo y, por otro lado, el gasto público aumenta al hacer frente a un mayor número de prestaciones por desempleo y otras ayudas sociales vinculadas a la caída de renta de los ciudadanos.
Cuando los gastos superan los ingresos aparece el temido déficit público y la necesidad de endeudarse para hacer frente a los compromisos adquiridos.
En cambio, en un período de expansión ocurre lo contrario: los gastos se reducen y los ingresos aumentan, facilitando así el equilibrio de las cuentas públicas.
Sin embargo, los gobiernos también pueden intentar adoptar medidas puntuales como, por ejemplo, la creación de nuevos impuestos, la modificación de los tipos impositivos o la reducción o eliminación de determinados subsidios con el objetivo de alterar de manera deliberada el funcionamiento de los estabilizadores automáticos en un sentido o en otro. Éstas son las medidas discrecionales.
A principios de 2008 la mayoría de gobiernos (y el español de manera muy clara) adoptaron medidas discrecionales expansivas con el objetivo de hacer frente a una crisis que suponían menos grave de lo que acabó siendo. Como bien saben, esta situación se tradujo en aumentos del déficit público y de la deuda pública (y de la prima de riesgo) que posteriormente hubo que corregir a través de las conocidas como “medidas de austeridad”.
En este sentido, existe hoy en día un interesante debate académico sobre porqué no funcionaron las medidas expansivas adoptadas al inicio de la crisis y cuál es el valor “real” multiplicador del gasto público, es decir, la capacidad del gasto público para generar demanda sobre otros sectores de la economía y que a su vez impulsan otras actividades.
Otros autores, en cambio, argumentan que existen otros factores a tener en cuenta.
Por un lado, la incapacidad de los gobiernos para “diagnosticar” de manera adecuada la situación real en la que se encuentra su economía. En un mundo en el que el big data está cambiando la manera de funcionar de consumidores y empresas, el sector público debería también incorporar herramientas de este tipo para conocer mejor el estado de la economía y poder tomar medidas de política económica adecuadas a esa situación.
Por otro lado, otros autores argumentan que el problema real es que el ciclo electoral interfiere de manera clara en las decisiones de los gobiernos a la hora de adoptar medidas discrecionales: se piensa más en términos de votos que en lo que realmente es importante para el país a medio y largo plazo. Esperemos que, pese a los débiles equilibrios parlamentarios, nuestros gobernantes no cedan a medidas de claro corte electoralista.